No importa la hora, el día o la situación. Ella vive en un continuo desperezarse mecida por una suave brisa que la arrulla adormeciéndola, al tiempo que la mantiene en una actividad sútil. Prácticamente cesante. En un equilibrio casi perfecto y constante. Y eso a pesar de tener fama de trabajadora infatigable.
Ante nuestros ojos se desvela como si la hubiésemos visto por primera vez antes que nadie. La conquistamos y no opone resistencia.
Es fácil nacer y crecer esplendorosa entre la bruma del Duero y abierta de par en par a la abrumadora energía del Atlántico. Lo difícil es mantenerse joven, en relativamente buen estado y con una salud inmejorable. Sin sentirse fatigada, o al menos no demostrarlo, por el paso de los siglos.
Su carácter no es ni alegre, ni triste. Formó su alma cuando todavía no existía y deseaba todo sin tener fuerza para desearlo. Conserva el mirar de desprecio al Dios en que creyó y que también la abandonó. Parafrasendo a Fernando Pessoa sobre lo que escribió a cerca del fado, son caractarísticas que le van como anillo al dedo. Ahora más que nunca. Sobre todo lo de la mirada de desprecio a ese Dios, que como al resto de Portugal, le ha vuelto a dar la espalda, si es que alguna vez se dignó a mirarla de frente.
Esa carencia melancólica de serie se acentúa ahora por el transcurrir de un tiempo, que no se vuelve sino es su contra.
"Pero jamás nos quitarán el sol".
(Cita textual de una de las personas con las que nos cruzamos en este viaje)
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